jueves, 11 de febrero de 2016

Sophia Loren y Jayne Mansfield




En 1937, un lituano llamado Harry Gerguson llega a Hollywood y se hace pasar por primo de Nicolas II, último zar de todas las Rusias, Cambia su nombre por el de Michel Romanoff y se gana la vida como asesor de los estudios cinematográficos en asuntos europeos y actor en papeles de poca monta. 

A los pocos años, abre un restaurante en Beverly Hills, el Romanoff´s. Sus contactos con el mundo del cine y su aura de europeo refinado consiguen que el restaurante se convierta en un lugar de moda. Tal es su éxito que en 1951 sin salir de Beverly Hills se traslada a un local más amplio en el 240 de Rodeo Drive. Humprey Bogart es uno de los clientes asiduos. De hecho, tiene una mesa alquilada y siempre que se encuentra en Hollywood acude a comer a Romanoff´s. 

El sedicente principe ruso, que incluso llega a pedir que la corona imperial recaiga en su persona y a cuyas pretensiones aristocráticas nadie hace el menor caso en Hollywood, forma parte de Rat Packs, el grupo de actores que capitaneado por Bogart se divierte por la zona de los Angeles: Frank Sinatra, Dean Martin, Samy Davis jr, Peter Lawford. Y chicas como Lauren Bacall, ocasionalmente Marilyn Monroe, Angie Dickinson o Shirley McLaine.

Romanoff también es el compañero de ajedrez preferido de Bogart, que no fue un mal jugador y llegó a presidir, durante la segunda guerra mundial, la asociación nacional de ajedrez. Cuando muere Bogart, Romanoff es uno de los que llevan el féretro a hombros. 

Vuelvo al Romanoff´s. Aparece con cierta frecuencia en las novelas de Raymond Chandler como lugar a donde llevar a una chica para impresionarla, si tienes suficiente dinero para pagar la consumición. Al parecer, en Hollywood destaca por su cocina francesa pero me parece que lo que les parecía charmant a los californianos era el postre, Fresas Romanoff. No con fresitas sino con fresones cortados en rodajas con helado y licor por encima. Del Trocadero a Hollywood. Si uno es capaz de mantener el tipo cuando dice que es primo de Nicolas II, hacer pasar las fresas con nata por alta cocina francesa está a su alcance. 

Y llego a las fotos. Se hacen durante una cena en el Romanoff´s en honor a Sophia Loren el 15 de abril de 1957 La Loren se encuentra en los USA contratada para rodar unas cuantas películas. En la mesa, hay varios directivos de la Twentieth Century Fox y a la derecha de Sophia, Clifton Webb, un caduco galán, homosexual discreto, que había conocido a Sophia durante el rodaje de La sirena y el delfín de Negulesco, recordable siquiera sea por la imagen de la actríz saliendo del agua con la ropa pegada al cuerpo. Supongo que se hace acompañar por Clifton para no dar motivos de recelo a Carlo Ponti con el que se casará unos meses más tarde. Detrás de Sophia, con un traje a rayas y cigarrillo en mano, el propio Michael Romanoff. 

Aparece en escena Jayne Mansfield, con una carrera en el cine insignificante pero deseosa de robar portadas en las revistas como sea. Alguien le ha debido de avisar de que Sophia Loren se encuentra en el restaurante cenando y acude con un vestido de los que le permiten practicar esa especialidad que la ha hecho tan popular entre los fotógrafos, que al agacharse se desborden las tetas por el escote. Sophia la mira y su cara refleja la impresión de que esa zorra ha ido a verla para hacerse publicidad gratuita a su costa. No hay envidia, Sophia Loren ya es un sex symbol, ni gazmoñeria, sus senos han aparecido en alguna de sus primeras películas y en un calendario de Pirelli. Aunque el vestido que lleva lo disimula, no tiene menor envergadura mamaria que quien ha llegado a saludarla. 

Javier Marias en Tu rostro mañana habla de la historia que cuentan las fotos pero no se entera mucho.
Sentadas a una mesa, codo con codo, en plena cena o antes de empezar o a los postres (hay unos tazones que desorientan), dos actrices entonces célebres, a la izquierda de la imagen Sofia Loren y a la derecha Jayne Mansfield, su rostro dejó de serme desvaído nada más volver a verlo. La italiana, que precisamente nunca fue plana sino exuberante —otro sueño de muchos, de duración larga—, luce un muy púdico escote y mira de reojo pero indisimuladamente, las pupilas se le van sin poder dominarlas, como con mezcla de envidia, perplejidad y susto o es decir con incrédula alarma, los pechos mucho más abundantes y descubiertos de su colega americana, en verdad llamativos y destacados (hacen aparecer exiguo su busto, por contraste), y aún más en una época en la que la cirugía aumentativa era improbable, o infrecuente en todo caso. Las tetas de Mansfield, hasta donde puede juzgarse, se ven naturales, sin rigidez, sin hieratismo, con blandura grata y movimientos imaginables (‘Ojalá me hubieran tocado unas así a mí esta noche y no las rocosas de Flavia’, pensé fugazmente), y debieron de ser apoteósicas en aquel restaurante romano o americano, quién sabe, meritoria la impasibilidad del camarero que se divisa entre las dos, al fondo, sólo la figura, la cara le queda en sombra, aunque cabría preguntarse si no utilizaba su servilleta blanca como escudo o como pantalla. A la izquierda de Mansfield hay un comensal masculino de quien sólo se ve una mano que sujeta una cuchara, a él se le debían de fugar los ojos hacia su derecha tanto como los suyos a Loren hacia su izquierda, con distinta avidez seguramente. A diferencia de ésta, la rubia platino mira de frente a la cámara con sonrisa cordial un poco helada, y si no con despreocupación —es bien consciente de su muestrario—, sí con tranquilidad absoluta: ella es la novedad en Roma (si es que están en Roma), y a la gloria local la ha hecho menguar, la ha convertido en pacata. Una mujer guapa de rasgos, Jayne Mansfield, sí me alcanzó un recuerdo de infancia y con él acudió un título, La rubia y el sheriff: grande la boca y los ojos grandes, toda ella belleza vulgar y grande. Para niños, era cierto; también para mucho adulto, como yo mismo”.










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