Existen en la naturaleza unos seres, las avispas icneumónidas, cuyo comportamiento sirve a algunos de mis amigos ateos como prueba de que no existe un Dios, todo bondad, que haya creado el mundo. Las avispas icneumónidas consiguen ese efecto ateológico por el modo como han resuelto el problema de alimentar a sus larvas. Cuando encuentran una determinada especie de araña, le inyectan una toxina en su centro neurológico que paraliza de manera definitiva a la araña sin llegar a matarla. Una vez paralizada, depositan en el interior de la araña sus huevos que al cabo de horas eclosionan y se transforman en larvas. Larvas que crecen y se desarrollan usando como fuente de alimento la araña que no muere porque la larva va devorando órganos que no son vitales hasta el final de su ciclo. No es hasta que ha terminado la transformación de la larva en avispa que dan buena cuenta del resto de órganos de la araña y esta se convierte en un cascarón vacío.
Una historia parecida a la de las avispas le cuenta en Blade Runner, Harrison Ford a la replicante Rachel para que aprenda que el dios de los replicantes es la Tyrell Corporation y que siendo dios puede actuar como el aciago demiurgo y crear pesadillas.
Cuando me cuentan lo que hacen las avispas, tiendo a pensar lo mismo: ¡Puta avispa y puta araña. Anda y que se jodan las dos!. O las tres si incluyo a la divinidad. O los cuatro si me incluyo a mi mismo. O los cinco, ahí es que tengo un mal día y meto en mis imprecaciones a la humanidad entera.
Como puede verse, una posición, donde no sé que tiene más peso, si la sutileza teológica con que enfrento el problema del mal en un mundo creado por un Dios bondadoso, o la vehemencia con la que planteo mis reflexiones.
El caso es que hace unos días leía sobre un humano que en ocasiones se comportó en vida como un remedo de avispa icneumónida. Marcel Proust. Proust para ponerse en situación y facilitar el orgasmo, hacía soltar unas ratas en la habitación de la mancebía donde daba salida a sus deseos, y los boys que había contratado las golpeaban y les clavaban agujas en la cabeza. A veces hacia que se enfrentaran en una caja dos ratas hambrientas. Mientras la rata agonizaba, Proust gozaba con las efusiones del muchachito escogido para la ocasión. Eso dice al menos Painter el autor de la biografía monumental de Proust. En el Diario de Andre Gide hay una nota sobre las conversaciones que mantuvo con Proust que apunta en la misma linea que Painter: : « Lors d’un mémorable entretien nocturne (il n’y en eut pas tant que je ne puisse me souvenir de chacun), Proust m’expliqua sa préoccupation de réunir en faisceau, à la faveur de l’orgasme, les sensations et les émotions les plus hétéroclites. La poursuite des rats, entre autres, devait trouver là sa justification : en tout cas, Proust m’invitait à l’y voir. J’y vis surtout l’aveu d’une sorte d’insuffisance physiologique ».
A Proust, el hombre de las ratas, parece que el karma, que a veces es muy cabrón, le pasó factura.
Seis meses justos antes de su fallecimiento, el 18 de mayo de 1922 Proust acudió a una cena que en el Hotel Majestic había organizado una pareja de snobs londinenses, los Schiff, que sentaron a su mesa a Serge Diaghilev, James Joyce, Pablo Picasso, Marcel Proust e Igor Stravinsky. Lo más señalado del mundo artístico del momento. Llega Proust muy tarde, terminada la cena y con los platos retirados de la mesa. Proust estaba muy enfermo, su asma bronquial le había ocasionado múltiples infecciones respiratorias y ya debía de ser evidente una insuficiencia respiratoria crónica, porque años más tarde, el Schiff marido le comentaría al crítico de arte Clive Bell, que Proust al llegar parecía una rata, de lejos se le veía pringoso y húmedo. El aspecto de Proust era, no cabe suponer otra posibilidad , el resultado de la hipercapnia avanzada que se encuentra en estadios avanzados de la insuficiencia respiratoria y que provoca una vasodilatación periférica con extremidades húmedas. Estaba ya malherido, como las ratas que sus chicos habían golpeado años antes, y no de otro modo que una rata lo veía el mecenas que le había invitado a la cena para disfrutar del espectáculo de un Proust en choque dialéctico con Joyce.
Enfrentamiento que no tuvo lugar. Ese Proust enfermo, se mostró medroso delante de un Joyce que lo ignoró.
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