jueves, 24 de marzo de 2016

Semana Santa y eso.



Fue la Semana Santa de mis años de juventud la causa principal de que me volviese antifranquista. Esos cines cerrados por unos días o con una programación donde el abanico de posibilidades iba del hallazgo de la gruta de Lourdes a la ilustración de los últimos momentos de la vida de Cristo o de sus allegados, esa televisión en donde o retransmitían pasos religiosos o había toros o se repetían como en un juego de espejos diabólico las mismas tediosas películas de los cines, esas discotecas y teatros cerrados, la gente endomingada intentando matar el tiempo paseando aburrida por una alameda, la comida donde se desterraba la carne…


Ese tiempo de la Semana Santa sin nada que hacer se le hacía interminable al niño y más tarde al adolescente que fui. Me hice revolucionario por anticlerical. Con la mano puesta encima de un libro de Castilla del Pino sobre psiconanalisis y marxismo de los que nada sabía –ni nada llegue a saber por la lectura del mismo- jure odio eterno a Franco y sus obras pías.


Ay!, el tiempo que todo lo borra ha borrado ese odio que en un tiempo fue furor y que aún hoy hace que no sienta ajenas del todo, como los extraterrestres que en verdad son, a esas barcelonesas de mediana edad y aún más allá que se tiñen el pelo de rojo, se tatúan en el hombro o en la ingle un delfín, van a playas nudistas mientras leen El Pais o, mas a menudo, El Periódico y sueltan pestes del PP. Esas mujeres son mis compañeras de colegio, mis antiguas novias, las vecinas del cine forum, las mujeres a las que mire por la calle cuando joven y cuya mirada resbaló a través de mi como si yo fuese invisible. Ellas también están marcadas por la Semana Santa franquista. 

Ahora puedo mirar sin saña las manifestaciones religiosas de estos días. Incluso me gusta el bacalao. He llegado al punto de que cuando los problemas me abruman, voy al claustro del monasterio de Pedralbes, donde me cruzo apenas con algún que otro oriental tirando fotos, y me quedo sentado en alguno de los bancos de piedra pensando en la manera de librarme del lío adonde me ha llevado mi mala cabeza a ser posible sin que corra la sangre. Ahora he conseguido armonizar mi ateismo con el sentimiento religioso.





                         Cristina García Rodero. Las potencias del alma. Puente Geníl (Córdoba), 1976.

Grande ésta entre sus fotografías. Igual me he pasado con el ditirambo, pero si es así, muy poco. Dos nazarenos y un romano relajándose en un descanso de la procesión. La España que equilibra el rigor de los grandes conceptos con una actitud escéptica sobre su valor absoluto de verdad. La del confiemos en que no será verdad nada de lo que sabemos La que canta que cada vez que pienso que me tengo que morir, tiendo la capa en el suelo y no me jarto de dormir. La versión popular y española del Nada en exceso del frontispicio del templo de Apolo en Delfos. La que cree, pero sobre todo en la alegría de vivir. Aquella donde también tienen su lugar Rinconete y Cortadillo, aunque en un lugar marginal, no ocupando todos los espacios de poder como sucede ahora. Mi España y uno de los motivos por los que me siento español. No que me sienta español en tanto que catalán, que también, sino español en tanto que esa actitud vital forma parte de mi manera de entender el mundo y de relacionarme con él.









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