viernes, 6 de mayo de 2016

Freud









Hoy es el natalicio de Freud y se me despierta la onda evocativa. 


El primer libro de –iba a escribir de “no-ficción” pero mejor pongo de “no-narrativa”- que compré se llamaba "Psicoanálisis y marxismo" de Castilla del Pino. Nunca entendí como había llegado al kiosko de mi pueblo. Entre novelitas rosa y algún clásico castellano, en el mueble expositor destacaba la bonita portada de Alianza Editorial. Sin duda, alguien de la distribuidora que se había equivocado y había embalado el libro que no tocaba. Yo, que en aquellos años, el 69 o el 70, solo sabía del psicoanálisis, y de marxismo, que no eran del gusto del régimen franquista, me lo compré. Influyó también en mi decisión una noticia que había leído poco antes en La Vanguardia Española: una comunidad religiosa en México que tras el estudio de las obras de Freud había abandonado los hábitos tras llegar a la conclusión de que determinadas estructuras sociales como las capitalistas necesitaban de la función coactiva de la religión. Así que cuando vi en la librería el libro, le sisé a mi madre el importe del mismo y corrí a comprarlo.  



Advertía en las primeras páginas Castilla del Pino,  que para ser entendido el libro era preciso tener unos buenos conocimientos previos de las dos disciplinas, pero quise creer que el autor exageraba y que esforzándome un poco me haría una idea cabal de ambas. Y no,  que equivocado andaba yo, nunca llegué a comprender ni mucha ni poca cosa del libro. Me esforcé, horas de horas, pero me perdía. Años después tiré a la basura ese libro y otros del mismo autor. 



Sería muy injusto con Freud si tan solo cuento esta anécdota, ¿qué culpa tiene Freud de que Castilla del Pino haya sido un memo?, que prefiero pensar en que esa era la cuestión y no que el memo  fuese yo que no entendí nada, así que voy a festejar su natalicio con otra anécdota. 



En 1928 se constituyó un comité para promocionar la candidatura de Freud al premio Nobel de Medicina. Formó el comité lo mejor de la intelectualidad europea(Thomas Mann, Bertrand Russell. Einstein negó su soporte a la campaña que no llegó a conseguir su objetivo. Tampoco es de sorprender, hubiese sido preferible que la candidatura pujara por la concesión del Nobel de Literatura para Freud, ahí quizás si que Freud tenía posibilidades.



Unos años más tarde, Einstein, fue comisionado por el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual (algo así como el precedente de la actual UNESCO) para debatir con quien él escogiera sobre algún asunto de importancia capital. Einstein decidió entablar una discusión epistolar con Freud sobre el problema que más urgía en aquel momento: ¿había algún modo de evitar la guerra que ya se cernía sobre Europa? Aunque Einstein tenía poco más de 50 años cuando escribe a un Freud ya muy envejecido, y ¡que diferencia entre las dos ideas pobremente hilvanadas del texto de Einstein y la magnifica respuesta de Freud!. 

Transcribo la carta de Einstein,  la respuesta de Freud y me tomo un Calvados a la salud de ambos.






Warum Krieg? 
El porqué de la guerra 




Carta de Einstein 





Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932 


Estimado profesor Freud: 

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto 

Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a 
alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre 
cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata 
oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están 
ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que 
la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún 
camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien 
sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser 
un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la 
conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento 
de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso. 





Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y 
prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su 
impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer 
las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, 
pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la 
distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi 
pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el 
sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha 
propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión 
y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine 
el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional 
del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede 
borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas 
interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de 
que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al 
ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos. 





Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente 
una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, 
administrativo) del problema: la creación, con el consenso 
internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir 
cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación 
debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo 
legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva 
sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal 
estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de 
entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una 
institución humana que, en la medida en que el poder que posee 
resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más 
propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión 
extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el 
derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones 
jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la 
comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) 
en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto 
a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer 
una organización supranacional competente para emitir veredictos de 
autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la 
ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: 
el logro de seguridad internacional implica la renuncia 
incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su 
libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de 
toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad. 





El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos 
los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta 
no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores 
psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho 
para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que 
caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a 
cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder 
político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado 
por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso 
especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda 
nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las 
consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la 
fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para 
favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal. 





Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso 
hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se 
impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla 
someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para 
la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al 
referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que 
han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su 
servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el 
ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta 
evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase 
dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y 
por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y 
gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento. 





Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. 
De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos 
logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta 
llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: 
porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. 
En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente 
emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo 
ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis 
colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de 
factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el 
conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver. 





Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar 
la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las 
psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí 
solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba 
que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas 
desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene 
contacto directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta 
en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa. 





Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre 
naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé 
muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras 
circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que 
antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a 
factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías 
raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel 
y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, 
pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera 
y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados. 





Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o 
tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. 
Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese 
el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más 
recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino 
para nuevos y fructíferos modos de acción. 





Muy atentamente,



Albert Einstein. 











Carta de Freud 




Viena, setiembre de 1932 



Estimado profesor Einstein: 





Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio 
de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del 
interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería 
un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el 
cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse 
una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el 
mismo suelo viniendo de distintos lados. Luego me sorprendió usted 
con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los 
hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la 
impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, 
pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas. 
Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como 
investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que 
respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción 
semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando 
asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas 
sin techo de la Guerra Mundial. Recapacité entonces, advirtiendo que 
no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar 
el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para 
un abordaje psicológico. 





Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me 
ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana 
navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto 
usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor 
saber -o conjeturar-. 





Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el 
punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado 
a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y 
estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es 
fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos 
remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera 
vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí 
en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos 
saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello. 





Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en 
principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del 
que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía 
conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la 
abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero 
esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de 
seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién 
pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza 
muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de 
instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con 
más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental 
empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito 
último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el 
daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será 
constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá 
de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al 
contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de 
impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará 
que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del 
enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar 
más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea 
contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo 
en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. 
Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. 
Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el 
triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de 
venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad. 





He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, 
de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este 
régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó 
de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. 
Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser 
compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force». 
La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos 
unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. 
Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una 
violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga 
frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la 
diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la 
violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad. 
Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo 
derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión 
de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría 
conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y 
se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más 
potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se 
repetiría sin término. La comunidad debe ser conservada de manera 
permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las 
sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia 
de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los 
actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal 
comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo 
de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos 
sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza. 





Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de 
la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad 
mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre 
sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y 
repeticiones. Las circunstancias son simples mientras la comunidad se 
compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes 
de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo 
debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como 
violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura. Pero 
semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la 
teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que 
la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, 
varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la 
guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en 
amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en 
la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su 
seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son 
escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay 
en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho 
{Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los 
intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse 
por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para 
retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo 
lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más 
poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para 
avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de 
derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva 
cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto 
desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a 
consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede 
entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, 
lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a 
dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, 
esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas 
confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un 
nuevo orden de derecho. Además, hay otra fuente de cambio del 
derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la 
modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece 
a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta. 





Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible 
evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero 
las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que 
derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una 
terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta 
de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un 
vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de 
conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades 
mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, 
que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en 
la guerra. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el 
sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible 
formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, 
como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; 
otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia 
en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales 
cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de 
derecho zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron 
la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de 
los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia 
floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría 
que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para 
establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear 
aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia 
central vuelve imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea 
para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser 
duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más 
de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida 
mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear 
hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos 
conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la 
consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la 
humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por 
grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras. 





Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que 
usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las 
guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una 
violencia central encargada de entender en todos los conflictos de 
intereses. Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree 
una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder 
requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga 
de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición 
no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede 
recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, 
se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de 
que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de 
la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo 
pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho 
antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es 
decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la 
posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes 
ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen 
cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las 
ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- 
entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el 
otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo 
alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de 
comunidad entre los miembros. Cabe preguntar entonces por su fuerza. 
La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, 
la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros 
vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los 
oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las 
costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue 
capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo 
griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de 
ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad 
rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a 
pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y 
grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda 
del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra 
época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante 
autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales 
que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. 
Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la 
mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo 
caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo 
tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de 
sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy 
condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el 
derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede 
prescindir de apoyarse en la violencia. 





Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de 
que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, 
conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, 
que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle 
mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa 
índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en 
estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este 
motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos 
arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones? 





Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: 
aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, 
exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o 
sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de 
sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas 
las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción. 
Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la 
universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá 
mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y 
repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora 
permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del 
bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como 
la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los 
fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a 
una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada - 
decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su 
meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para 
alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de 
naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la 
agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la 
pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión 
de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de 
aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que 
por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas. 





Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones 
humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. 
Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya 
en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general 
confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa 
misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor 
Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en 
Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como 
físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles 
{Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, 
como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse 
de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"». 
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en 
ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le 
motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y 
otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por 
cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; 
innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana 
confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de esas 
aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita 
desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de 
los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los 
motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias 
destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la 
Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran 
esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los 
destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles. 





Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención 
de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía 
un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno 
apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de 
especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja 
dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en 
reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con 
toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las 
pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la 
vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es 
dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos 
particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la 
ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte 
permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado 
deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta 
interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la 
herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa 
vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en 
modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala 
demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta 
de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior 
aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico 
sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las 
aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es 
preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra 
resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una 
explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías 
constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una 
mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una 
mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física 
hoy? 





De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines 
inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de 
las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas 
dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al 
hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida 
trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión. 
Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos 
dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la 
agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus 
necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad 
entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, 
Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los 
extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la 
cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo 
puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de 
los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para 
que no deba encontrar su expresión en la guerra. 





Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos 
fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la 
guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón 
de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo 
cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá 
menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones 
pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se 
tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El 
psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de 
amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti 
mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver 
nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce 
por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de 
comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas 
identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de 
la sociedad humana. 





Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un 
segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. 
Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres 
humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos 
constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome 
por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán 
incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería 
ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento 
superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser 
amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la 
conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar que los 
abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de 
pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo 
ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran 
sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra 
cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente 
entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento 
entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una 
esperanza utópica. Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra 
son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No 
se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno 
podría morirse de hambre antes de recibir la harina. 





Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas 
prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es 
empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se 
tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema 
que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: 
¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos 
otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas 
calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, 
bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no 
le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como 
esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno 
no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene 
derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas 
humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a 
matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores 
materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. 
También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad 
ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al 
perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura 
significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. 
Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse 
de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio 
universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en 
entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no 
deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es 
posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras 
existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de 
otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos 
con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha 
invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la 
cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra 
cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por 
razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra 
actitud mediante argumentos. 





Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo 
siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad 
el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren 
llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos 
llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. 
Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos 
de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la 
especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una 
manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la 
población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada 
cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de 
ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones 
corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico 
de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar 
(ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso 
cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo 
desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las 
mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros 
se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el 
cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce 
fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la 
cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del 
intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la 
interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus 
consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra 
contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos 
impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a 
sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La 
nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en 
nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una 
idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los 
desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra 
repulsa que sus crueldades. 





¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se 
vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una 
esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la 
actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de 
una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no 
lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. 
Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el 
desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra . 




Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición 
lo ha desilusionado. 


Sigmund Freud. 

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