Hoy es el natalicio de Freud y se me despierta la onda evocativa.
El primer libro de –iba a escribir de “no-ficción” pero mejor pongo de “no-narrativa”- que compré se llamaba "Psicoanálisis y marxismo" de Castilla del Pino. Nunca entendí como había llegado al kiosko de mi pueblo. Entre novelitas rosa y algún clásico castellano, en el mueble expositor destacaba la bonita portada de Alianza Editorial. Sin duda, alguien de la distribuidora que se había equivocado y había embalado el libro que no tocaba. Yo, que en aquellos años, el 69 o el 70, solo sabía del psicoanálisis, y de marxismo, que no eran del gusto del régimen franquista, me lo compré. Influyó también en mi decisión una noticia que había leído poco antes en La Vanguardia Española: una comunidad religiosa en México que tras el estudio de las obras de Freud había abandonado los hábitos tras llegar a la conclusión de que determinadas estructuras sociales como las capitalistas necesitaban de la función coactiva de la religión. Así que cuando vi en la librería el libro, le sisé a mi madre el importe del mismo y corrí a comprarlo.
Advertía en las primeras páginas Castilla del Pino, que para ser entendido el libro era preciso tener unos buenos conocimientos previos de las dos disciplinas, pero quise creer que el autor exageraba y que esforzándome un poco me haría una idea cabal de ambas. Y no, que equivocado andaba yo, nunca llegué a comprender ni mucha ni poca cosa del libro. Me esforcé, horas de horas, pero me perdía. Años después tiré a la basura ese libro y otros del mismo autor.
Sería muy injusto con Freud si tan solo cuento esta anécdota, ¿qué culpa tiene Freud de que Castilla del Pino haya sido un memo?, que prefiero pensar en que esa era la cuestión y no que el memo fuese yo que no entendí nada, así que voy a festejar su natalicio con otra anécdota.
En 1928 se constituyó un comité para promocionar la candidatura de Freud al premio Nobel de Medicina. Formó el comité lo mejor de la intelectualidad europea(Thomas Mann, Bertrand Russell. Einstein negó su soporte a la campaña que no llegó a conseguir su objetivo. Tampoco es de sorprender, hubiese sido preferible que la candidatura pujara por la concesión del Nobel de Literatura para Freud, ahí quizás si que Freud tenía posibilidades.
Unos años más tarde, Einstein, fue comisionado por el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual (algo así como el precedente de la actual UNESCO) para debatir con quien él escogiera sobre algún asunto de importancia capital. Einstein decidió entablar una discusión epistolar con Freud sobre el problema que más urgía en aquel momento: ¿había algún modo de evitar la guerra que ya se cernía sobre Europa? Aunque Einstein tenía poco más de 50 años cuando escribe a un Freud ya muy envejecido, y ¡que diferencia entre las dos ideas pobremente hilvanadas del texto de Einstein y la magnifica respuesta de Freud!.
Transcribo la carta de Einstein, la respuesta de Freud y me tomo un Calvados a la salud de ambos.
Warum Krieg?
El porqué de la guerra
Carta de Einstein
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto
Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a
alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre
cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata
oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están
ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que
la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún
camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien
sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser
un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la
conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento
de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y
prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su
impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer
las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico,
pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la
distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi
pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el
sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha
propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión
y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine
el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional
del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede
borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas
interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de
que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al
ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente
una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea,
administrativo) del problema: la creación, con el consenso
internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir
cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación
debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo
legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva
sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal
estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de
entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una
institución humana que, en la medida en que el poder que posee
resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más
propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión
extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el
derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones
jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la
comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos)
en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto
a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer
una organización supranacional competente para emitir veredictos de
autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la
ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma:
el logro de seguridad internacional implica la renuncia
incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su
libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de
toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos
los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta
no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores
psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho
para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que
caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a
cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder
político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado
por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso
especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda
nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las
consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la
fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para
favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso
hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se
impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla
someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para
la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al
referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que
han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su
servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el
ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta
evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase
dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y
por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y
gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa.
De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos
logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta
llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible:
porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción.
En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente
emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo
ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis
colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de
factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el
conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar
la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las
psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí
solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba
que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas
desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene
contacto directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta
en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre
naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé
muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras
circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que
antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a
factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías
raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel
y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada,
pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera
y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o
tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema.
Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese
el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más
recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino
para nuevos y fructíferos modos de acción.
Muy atentamente,
Albert Einstein.
Carta de Freud
Viena, setiembre de 1932
Estimado profesor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio
de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del
interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería
un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el
cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse
una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el
mismo suelo viniendo de distintos lados. Luego me sorprendió usted
con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los
hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la
impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia,
pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas.
Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como
investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que
respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción
semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando
asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas
sin techo de la Guerra Mundial. Recapacité entonces, advirtiendo que
no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar
el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para
un abordaje psicológico.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me
ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana
navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto
usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor
saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el
punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado
a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y
estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es
fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos
remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera
vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí
en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos
saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en
principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del
que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía
conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la
abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero
esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de
seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién
pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza
muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de
instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con
más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental
empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito
último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el
daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será
constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá
de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al
contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de
impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará
que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del
enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar
más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea
contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo
en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida.
Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo.
Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el
triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de
venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande,
de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este
régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó
de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo.
Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser
compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force».
La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos
unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único.
Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una
violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga
frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la
diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la
violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad.
Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo
derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión
de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría
conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y
se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más
potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se
repetiría sin término. La comunidad debe ser conservada de manera
permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las
sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia
de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los
actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal
comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo
de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos
sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de
la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad
mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre
sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y
repeticiones. Las circunstancias son simples mientras la comunidad se
compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes
de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo
debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como
violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura. Pero
semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la
teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que
la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual,
varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la
guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en
amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en
la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su
seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son
escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay
en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho
{Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los
intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse
por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para
retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo
lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más
poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para
avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de
derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva
cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto
desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a
consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede
entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o,
lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a
dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil,
esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas
confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un
nuevo orden de derecho. Además, hay otra fuente de cambio del
derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la
modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece
a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible
evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero
las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que
derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una
terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta
de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un
vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de
conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades
mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos,
que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en
la guerra. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el
sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible
formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas,
como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio;
otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia
en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales
cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de
derecho zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron
la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de
los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia
floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría
que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para
establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear
aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia
central vuelve imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea
para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser
duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más
de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida
mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear
hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos
conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la
consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la
humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por
grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que
usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las
guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una
violencia central encargada de entender en todos los conflictos de
intereses. Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree
una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder
requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga
de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición
no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede
recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados,
se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de
que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de
la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo
pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho
antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es
decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la
posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes
ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen
cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las
ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones-
entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el
otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo
alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de
comunidad entre los miembros. Cabe preguntar entonces por su fuerza.
La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo,
la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros
vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los
oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las
costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue
capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo
griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de
ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad
rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a
pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y
grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda
del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra
época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante
autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales
que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria.
Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la
mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo
caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo
tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de
sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy
condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el
derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede
prescindir de apoyarse en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de
que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y,
conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar,
que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle
mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa
índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en
estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este
motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos
arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases:
aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas,
exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o
sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de
sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas
las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción.
Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la
universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá
mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y
repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora
permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del
bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como
la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los
fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a
una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -
decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su
meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para
alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de
naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la
agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la
pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión
de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de
aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que
por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones
humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole.
Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya
en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general
confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa
misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor
Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en
Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como
físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles
{Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues,
como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse
de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"».
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en
ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le
motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y
otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por
cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir;
innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana
confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de esas
aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita
desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de
los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los
motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias
destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la
Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran
esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los
destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención
de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía
un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno
apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de
especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja
dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en
reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con
toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las
pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la
vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es
dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos
particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la
ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte
permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado
deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta
interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la
herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa
vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en
modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala
demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta
de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior
aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico
sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las
aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es
preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra
resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una
explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías
constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una
mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una
mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física
hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines
inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de
las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas
dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al
hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida
trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión.
Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos
dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la
agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus
necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad
entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión,
Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los
extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la
cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo
puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de
los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para
que no deba encontrar su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos
fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la
guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón
de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo
cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá
menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones
pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se
tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El
psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de
amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti
mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver
nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce
por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de
comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas
identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de
la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un
segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica.
Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres
humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos
constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome
por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán
incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería
ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento
superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser
amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la
conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar que los
abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de
pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo
ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran
sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra
cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente
entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento
entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una
esperanza utópica. Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra
son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No
se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno
podría morirse de hambre antes de recibir la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas
prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es
empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se
tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema
que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente:
¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos
otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas
calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza,
bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no
le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como
esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno
no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene
derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas
humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a
matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores
materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más.
También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad
ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al
perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura
significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos.
Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse
de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio
universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en
entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no
deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es
posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras
existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de
otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos
con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha
invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la
cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra
cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por
razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra
actitud mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo
siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad
el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren
llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos
llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos.
Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos
de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la
especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una
manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la
población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada
cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de
ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones
corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico
de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar
(ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso
cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo
desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las
mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros
se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el
cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce
fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la
cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del
intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la
interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus
consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra
contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos
impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a
sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La
nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en
nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una
idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los
desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra
repulsa que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se
vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una
esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la
actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de
una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no
lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo.
Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el
desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra .
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición
lo ha desilusionado.
Sigmund Freud.
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