sábado, 23 de abril de 2016

Dora Maar



Varias veces he visitado el museo Gustave Moreau de Paris.  A principios de los años ochenta  y hasta finales de la década, acudí al lugar no menos de una vez al año.  Llegaba al museo subiendo por la calle Pigalle,  una calle estrecha y adoquinada  donde asomaban las putas en cuanto anochecía, una escena  que en mi recuerdo aparece en blanco y negro  porque cada vez tengo más acribillada la memoria y debo de andar mezclando la escena con mi recuerdo confuso de alguna  fotografía de Brassai.
   
En una quinta que había sido el domicilio del pintor y que pertenece al estado francés, se encuentra el museo.  Yo era el único visitante las más de las veces que entré en él.  Recorría las salas y  terminaba  sentado en alguna de las banquetas enfrentadas a los cuadros mirando alguna escena mitológica, el baile de Salomé, el nacimiento de Atenea, la pregunta de la Esfinge a Edipo, otra cualquiera. Le faltaba un peta a la situación  y  que fuese algo más joven la mujer que me daba un plano del museo junto a la entrada y que  agrandaba los ojos cuando a sus preguntas le respondía que venía de España y me respondía  que vaya miedo con ETA,  para transmitirme la sensación de que por  venir de dicho lugar para ella era poco menos que un valiente. Y claro está, también me faltaba un poco más de dinero en el bolsillo para que al salir del museo, la cena pudiese tomarla en La Tour d’Argent en lugar de algún cafetín del centro. Le faltaba todo eso pero me gustaba mucho Moreau y repetía la visita siempre que tenía ocasión.

Me encontraba a menudo en Paris  porque trabajaba para una compañía de seguros francesa que tenía una póliza de viajes por la que el poseedor de la misma, si enfermaba en el extranjero,  tenía garantizada la vuelta a su domicilio o al hospital más cercano con asistencia médica durante el viaje.  En esa porción del extranjero que para los franceses era España, yo era con frecuencia la asistencia médica.  

Cierto que mi francés es ahora tan infame como lo era entonces, pero no tiene mayor secreto que me escogieran como médico,  nadie más que yo se presentó a las pruebas de selección y no hubo otra opción que contratarme.  Quizás la explicación radique en  que  me encontrase  en el colegio de médicos cuando colgaron el anuncio donde pedían un profesional, y prefiero no  recordar como fue, el caso es que el anuncio vino a parar a mi bolsillo y no tuve competidores. Se sorprendieron  en la compañía de seguros del poco interés de su oferta laboral. Salió ganando la empresa. Yo era muy resolutivo en aquellos años y conseguí que todos los lesionados a cargo de la compañía fuesen trasladados a su lugar de destino sin  demora. A veces tuve que sacar al paciente del hospital sin el correspondiente informe de alta y en ocasiones se enfadó conmigo la tripulación de un avión  cuando el paciente trasladado padecía de lesiones que no hacían grato el ambiente olfativo de la cabina de pasajeros durante el viaje. También es que me gustaba montar el número y decirle al taxista que si llegaba al aeropuerto en diez minutos, así tuviese que saltarse los semáforos en rojo, le correspondería una propina sustanciosa y le pagaría la multa.

Llegaba  a Paris en un avión comercial y desde allí, una ambulancia nos trasladaba al lugar de destino, un punto cualquiera de Francia la mitad de las veces y la otra mitad algún  país europeo. A veces Alemania, otras Suiza, en una ocasión Yugoeslavia, la Yugoeslavia de Tito, pero en esa ocasión  fue porque el yugoeslavo,  que viajaba haciendo autostop, sufrió un accidente de tráfico dentro de un vehículo que tenía cubierta la póliza de seguros con mi empresa. Al volver del viaje, mentía a mis amigos diciendo que había estado en Alemania o Suiza.  Lo cierto es que había estado en una ambulancia lo más del tiempo y  solo pisado suelo alemán o suizo o italiano  bajo la especie del hospital donde era trasladado el paciente o su domicilio, amén de para  mear o tomarme un café en un área de la autopista. El único lugar en el que estuve a menudo fue Paris.  Como los viajes eran casi siempre en verano y las líneas aéreas estaban saturadas,  tras dejar al lesionado en su destino  con frecuencia tenía que demorarme en Paris uno o dos días hasta que podía regresar a Barcelona. A la compañía de seguros le salía más a cuenta dejarme en un hotel de Paris una o dos noches que cualquier otra opción. De ahí mis visitas al museo Gustave Moreau.   

Hoy veo el verde marino de este cuadro que pintó Picasso con Dora Maar como modelo,  y la semejanza del color con alguno de los cuadros de Gustave Moreau ha disparado el mecanismo de la memoria.

Dora Maar y Picasso, así lo quiere la leyenda,  se conocieron en el café Deux Magots de París donde situados en mesas contiguas, Picasso que departía con Paul Eluard observaba como Dora, una mujer de 26 años, con un cabello negro y corto con reflejos de ala de cuervo, se entretenía en jugar con un cuchillo puntiagudo que dejaba caer entre los dedos separados de su mano enfundada en un guante. No siempre acertaba y el guante se iba empapando en sangre. Era el año 1936 y advertido Picasso por Paul Eluard de que la mujer era Dora Maar, amante de Bataille y conocedora, por tanto, de habilidades sexuales de alto voltaje, fue a saludarla. Lo recibió Dora, en un castellano con acento argentino, una voz sorda y ronca, y Picasso le pidió el guante agujereado. Al darselo, Dora se entregó al pintor.


Aquel verano lo pasaron  en Mougins, muy cerca de Cannes y durante varios años vivirían juntos y Dora lloraría muchas veces por las infidelidades de Picasso. Dora había nacido en Paris y a los tres años viajó a Argentina donde su padre, arquitecto de profesión, tenía varios encargos. Cuando regresaron a Francia, Dora ya era adolescente y le gustaba la fotografía. Amiga de Cartier-Bresson y de Brassaï de quienes aprendió el oficio, hacía fotomontajes, y fotografiaba escenas de contenido social. Separada de Picasso al finalizar la segunda guerra mundial, una crisis nerviosa la llevó a un psiquiátrico donde Lacan escuchaba sus confidencias.

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