Varias veces he visitado el museo Gustave Moreau de Paris. A principios de los años ochenta y hasta finales de la década, acudí al lugar
no menos de una vez al año. Llegaba al
museo subiendo por la calle Pigalle, una
calle estrecha y adoquinada donde asomaban
las putas en cuanto anochecía, una escena
que en mi recuerdo aparece en blanco y negro porque cada vez tengo más acribillada la
memoria y debo de andar mezclando la escena con mi recuerdo confuso de alguna fotografía de Brassai.
En una quinta que había sido el domicilio del pintor y que pertenece
al estado francés, se encuentra el museo. Yo era el único visitante las más de las veces
que entré en él. Recorría las salas y terminaba sentado en alguna de las banquetas enfrentadas
a los cuadros mirando alguna escena mitológica, el baile de Salomé, el
nacimiento de Atenea, la pregunta de la Esfinge a Edipo, otra cualquiera. Le
faltaba un peta a la situación y que fuese algo más joven la mujer que me daba
un plano del museo junto a la entrada y que agrandaba los ojos cuando a sus preguntas le
respondía que venía de España y me respondía que vaya miedo con ETA, para transmitirme la sensación de que por venir de dicho lugar para ella era poco menos
que un valiente. Y claro está, también me faltaba un poco más de dinero en el
bolsillo para que al salir del museo, la cena pudiese tomarla en La Tour
d’Argent en lugar de algún cafetín del centro. Le faltaba todo eso pero me
gustaba mucho Moreau y repetía la visita siempre que tenía ocasión.
Me encontraba a menudo en Paris porque trabajaba para una compañía de seguros
francesa que tenía una póliza de viajes por la que el poseedor de la misma, si
enfermaba en el extranjero, tenía garantizada
la vuelta a su domicilio o al hospital más cercano con asistencia médica
durante el viaje. En esa porción del
extranjero que para los franceses era España, yo era con frecuencia la
asistencia médica.
Cierto que mi francés es ahora tan infame como lo era
entonces, pero no tiene mayor secreto que me escogieran como médico, nadie más que yo se presentó a las pruebas de
selección y no hubo otra opción que contratarme. Quizás la explicación radique en que me
encontrase en el colegio de médicos
cuando colgaron el anuncio donde pedían un profesional, y prefiero no recordar como fue, el caso es que el anuncio
vino a parar a mi bolsillo y no tuve competidores. Se sorprendieron en la compañía de seguros del poco interés de
su oferta laboral. Salió ganando la empresa. Yo era muy resolutivo en aquellos
años y conseguí que todos los lesionados a cargo de la compañía fuesen
trasladados a su lugar de destino sin
demora. A veces tuve que sacar al paciente del hospital sin el
correspondiente informe de alta y en ocasiones se enfadó conmigo la tripulación
de un avión cuando el paciente
trasladado padecía de lesiones que no hacían grato el ambiente olfativo de la
cabina de pasajeros durante el viaje. También es que me gustaba montar el
número y decirle al taxista que si llegaba al aeropuerto en diez minutos, así
tuviese que saltarse los semáforos en rojo, le correspondería una propina
sustanciosa y le pagaría la multa.
Llegaba a Paris en un
avión comercial y desde allí, una ambulancia nos trasladaba al lugar de
destino, un punto cualquiera de Francia la mitad de las veces y la otra mitad algún
país europeo. A veces Alemania, otras
Suiza, en una ocasión Yugoeslavia, la Yugoeslavia de Tito, pero en esa ocasión fue porque el yugoeslavo, que viajaba haciendo autostop, sufrió un
accidente de tráfico dentro de un vehículo que tenía cubierta la póliza de
seguros con mi empresa. Al volver del viaje, mentía a mis amigos diciendo que
había estado en Alemania o Suiza. Lo cierto
es que había estado en una ambulancia lo más del tiempo y solo pisado suelo alemán o suizo o italiano bajo la especie del hospital donde era
trasladado el paciente o su domicilio, amén de para mear o tomarme un café en un área de la
autopista. El único lugar en el que estuve a menudo fue Paris. Como los viajes eran casi siempre en verano y
las líneas aéreas estaban saturadas, tras
dejar al lesionado en su destino con
frecuencia tenía que demorarme en Paris uno o dos días hasta que podía regresar
a Barcelona. A la compañía de seguros le salía más a cuenta dejarme en un hotel
de Paris una o dos noches que cualquier otra opción. De ahí mis visitas al
museo Gustave Moreau.
Hoy veo el verde marino de este cuadro que pintó Picasso con
Dora Maar como modelo, y la semejanza
del color con alguno de los cuadros de Gustave Moreau ha disparado el mecanismo
de la memoria.
Dora Maar y Picasso, así lo quiere la leyenda, se conocieron en el café Deux Magots de París
donde situados en mesas contiguas, Picasso que departía con Paul Eluard
observaba como Dora, una mujer de 26 años, con un cabello negro y corto con
reflejos de ala de cuervo, se entretenía en jugar con un cuchillo puntiagudo
que dejaba caer entre los dedos separados de su mano enfundada en un guante. No
siempre acertaba y el guante se iba empapando en sangre. Era el año 1936 y
advertido Picasso por Paul Eluard de que la mujer era Dora Maar, amante de
Bataille y conocedora, por tanto, de habilidades sexuales de alto voltaje, fue
a saludarla. Lo recibió Dora, en un castellano con acento argentino, una voz
sorda y ronca, y Picasso le pidió el guante agujereado. Al darselo, Dora se entregó
al pintor.
Aquel verano lo pasaron
en Mougins, muy cerca de Cannes y durante varios años vivirían juntos y
Dora lloraría muchas veces por las infidelidades de Picasso. Dora había nacido
en Paris y a los tres años viajó a Argentina donde su padre, arquitecto de
profesión, tenía varios encargos. Cuando regresaron a Francia, Dora ya era
adolescente y le gustaba la fotografía. Amiga de Cartier-Bresson y de Brassaï
de quienes aprendió el oficio, hacía fotomontajes, y fotografiaba escenas de
contenido social. Separada de Picasso al finalizar la segunda guerra mundial,
una crisis nerviosa la llevó a un psiquiátrico donde Lacan escuchaba sus
confidencias.
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